En la era de la hiperconexión, viajar ya no es solo desplazarse, sino narrar en directo cada paso. Una cala escondida, un sendero solitario o un pueblo de montaña aparecen en nuestras pantallas casi en tiempo real, acompañados del inevitable punto azul de la geolocalización. Lo que antes era un descubrimiento íntimo, ahora es un espectáculo compartido.
Ese gesto, aparentemente inocente, esconde un impacto mayor de lo que pensamos. Cuando subimos una foto indicando el lugar exacto, no estamos compartiendo un secreto: lo estamos proclamando a los cuatro vientos. Y con ello abrimos la puerta a un fenómeno cada vez más visible: la masificación de espacios naturales.
Del paraíso escondido al parque temático
La secuencia es fácil de reconocer: primero llega la imagen perfecta, luego la avalancha. Un vídeo viral basta para transformar una cala silenciosa en una pesadilla abarrotada. Una cueva se convierte en escenario de kayaks y altavoces portátiles. Una pradera biodiversa se degrada en vertedero improvisado.
No hablamos de exageraciones. Basta con mirar algunos ejemplos recientes. Cala Varques, en Mallorca, pasó de ser un rincón idílico a una playa saturada de coches y basura después de viralizarse en Instagram, hasta el punto de que el Ayuntamiento tuvo que limitar el acceso. En el Pirineo aragonés, el entorno del Ibón de Anayet acumula sanciones cada verano por acampadas ilegales y exceso de visitantes tras popularizarse en redes. Y en los Picos de Europa, la famosa ruta del Cares se ha convertido en un pasillo abarrotado durante los meses de verano, víctima de la sobreexposición digital.
Más likes, menos vida
El fenómeno también plantea un dilema cultural. ¿Qué buscamos realmente cuando geolocalizamos una foto? Reconocimiento, validación, esa palmadita virtual en forma de like. Pero ese gesto, multiplicado por miles, acelera la transformación de un paisaje en mercancía. Se difumina el sentido del viaje personal para convertirse en escaparate público.
Al final, ganamos notoriedad digital, pero perdemos vida real: menos silencio, menos fauna, menos autenticidad. El precio del aplauso virtual es demasiado alto para los territorios que pagan las consecuencias.

Alternativas responsables
El debate no consiste en prohibir fotos ni en renunciar a compartir experiencias. La fotografía es también una forma de rendir homenaje al paisaje. Pero hay que distinguir entre mostrar y sobreexponer. Entre inspirar y contribuir al colapso.
Existen alternativas sencillas: no geolocalizar lugares frágiles, evitar difundir enclaves sin infraestructura de acogida, apostar por etiquetas genéricas (“Mediterráneo”, “Pirineo”) en lugar de señalar con precisión quirúrgica. Incluso se puede aprovechar la visibilidad para educar en respeto y sostenibilidad, recordando la necesidad de recoger basura, usar transporte público o visitar fuera de temporada alta.
Una nueva ética digital del viaje
En un mundo donde todos tenemos voz y altavoz, la responsabilidad ya no es solo de los llamados influencers. Cada viajero con un smartphone influye en su entorno. Por eso urge una nueva ética digital del viaje: más sensibilidad y menos exhibicionismo; más silencio y menos check-in.
Quizás debamos recuperar el valor de los rincones con encanto compartidos solo con quienes los saben respetar, del descubrimiento personal que no necesita testigos. Porque los paisajes no viven de likes, sino de respeto. Y si seguimos gritándolos a los cuatro vientos, corremos el riesgo de quedarnos sin ellos.
Este texto no pretende sentar cátedra, tan solo es una reflexión. Pero me parece interesante hacerla en voz alta, porque quizá ahí empiece el cambio. Al fin y al cabo, proteger lo que amamos empieza por cómo lo contamos.



