En lo más alto de la Tierra, donde el oxígeno escasea y el miedo se disfraza de silencio, el nombre de Alison Hargreaves (1962-1995) sigue resonando como una oración eterna. Treinta años después de su histórica ascensión al Everest sin oxígeno y sin ayuda de sherpas, la figura de esta madre británica, nacida en el modesto Belper en 1962, se ha elevado al panteón de los grandes nombres del alpinismo. Su historia, sin embargo, no puede contarse sin hablar del doloroso destino de su hijo, Tom Ballard (1988-2019), que murió más de dos décadas después, también en una cumbre, también devorado por la montaña.
Una mujer sola contra el techo del mundo
El 13 de mayo de 1995, Alison tocó el cielo. Sola, con apenas 33 años, sin cuerdas fijas ni asistencia, holló la cima del Everest en condiciones extremas. Lo hizo inspirada por su heroína Junko Tabei, la primera mujer en conquistar la montaña más alta del planeta, y lo hizo convirtiéndose en la segunda persona en la historia, tras Reinhold Messner, en lograrlo en solitario y sin oxígeno. Era la culminación de una vida de escaladas imposibles, de paredes de hielo y roca que desafiaban toda lógica. Una vida que, desde la modesta altitud del Peak District, la había llevado a encadenar en 1988 las seis grandes caras norte de los Alpes. Incluso embarazada de seis meses de Tom, había resuelto la cara norte del Eiger, lo que le valió duras críticas pero también una gran admiración.

La sombra trágica del K2
Solo unos meses después de su gesta en el Everest, Hargreaves se dirigía a una de las montañas más letales del planeta: el K2. En agosto de 1995, formando parte de una expedición internacional junto a escaladores de España, Estados Unidos, Canadá y Nueva Zelanda, alcanzó la cima en medio de una ventana meteorológica incierta. A las 18.45h del 13 de agosto, Hargreaves y cinco compañeros más (entre ellos los españoles Javier Escartín, Javier Olivar y Lorenzo Ortiz) coronaban la cima del K2. Fue la última vez que se les vio con vida.
Una violenta tormenta se abatió sobre ellos durante el descenso. La montaña, con sus vientos de más de 160 km/h y su frío extremo, selló su sentencia. Al día siguiente, los aragoneses Pepe Garcés y Lorenzo Ortas, únicos supervivientes, descendieron agotados. Vieron a lo lejos un cuerpo que creyeron era el de Hargreaves, y hallaron su anorak ensangrentado, una bota y su arnés. El K2 se cobraba así siete vidas en dos días, incluido un canadiense que murió por exposición. El cuerpo de Alison jamás fue recuperado. Tenía solo 33 años.
Una infancia bajo el peso de una leyenda
En Inglaterra, la muerte de Alison causó conmoción. No solo por la tragedia, sino por el hecho de que dejaba dos hijos huérfanos de madre. Su viudo, James Ballard, y sus hijos Tom y Kate se mudaron a Escocia para huir del acoso mediático. Tom, de solo seis años, se crió con el eco de una madre inmortalizada en las cumbres, y con una conexión instintiva con el mundo vertical. Decía sentirse libre solo en las alturas, y así empezó a trazar su propio camino, bajo una sombra que era también una fuente de luz.
En el invierno de 2014-2015, Tom Ballard repitió y superó la gesta de su madre, escalando las seis grandes caras norte de los Alpes -Dru, Grandes Jorasses, Matterhorn, Eiger, Piz Badile y Tre Cime di Lavaredo— en solitario y en una sola temporada invernal. Era la primera persona en lograrlo. El proyecto se llamó Starlight and Storms, como el libro del mítico Gaston Rébuffat, y selló su nombre en la historia.
El Nanga Parbat y el destino circular
Pero como si un hilo trágico tejiera el linaje de los Ballard con las montañas más hostiles del planeta, el destino golpeó de nuevo. En febrero de 2019, Tom desapareció junto al italiano Daniele Nardi en el Nanga Parbat, también llamado “la montaña asesina”. Habían intentado abrir una nueva ruta por el espolón Mummery, una de las zonas más técnicas y peligrosas de esta mole de 8.126 metros. Las condiciones meteorológicas, el aislamiento y las tensiones geopolíticas entre India y Pakistán dificultaron la búsqueda. Finalmente, el 9 de marzo, los cuerpos fueron localizados por el equipo de Alex Txikon, colgados en un lugar remoto y hostil, donde ya no cabía el rescate, solo el silencio. Tom murió con 30 años. Tres menos que su madre cuando el K2 la venció.
Dos vidas entrelazadas por el hielo
La historia de Alison Hargreaves y Tom Ballard es un canto desgarrador a la montaña. Un legado marcado por la búsqueda de la libertad absoluta, por el deseo de superación y por un amor incondicional por lo vertical. Ambos compartieron un talento natural, una voluntad de hierro y un final cruel, pero coherente con la vida que eligieron. Ambos murieron en soledad, sin testigos, en montañas remotas, en busca de algo que va más allá de las cumbres.
Hoy, a treinta años de su desaparición, el nombre de Alison sigue grabado en las paredes del Everest y del K2. Y el de Tom, en las aristas invernales de los Alpes y en la roca impasible del Nanga Parbat. No hay lápidas, pero hay montañas. Y allí, en sus glaciares, paredes y abismos, la memoria de los Ballard sigue viva.